Pequeño Fugitivo [Little Fugitive] (1953) de Morris Engel, Ruth Orkin y Ray Ashley

Pese a que su engañoso cartel puede hacer pensar en otro tipo de película, Pequeño Fugitivo es en realidad una de las primeras muestras del más puro cine independiente americano. Este film fue creado por el fotógrafo Morris Engel en colaboración con su mujer Ruth Orkin y Ray Ashley con escasísimos medios, sin ningún equipo de rodaje ni el respaldo de ninguna distribuidora. Futuros cineastas como John Cassavetes tomaron nota y François Truffaut más adelante la citaría como modelo a seguir por los cineastas de la Nouvelle Vague.

El rodaje en localizaciones reales en Coney Island y el uso de actores no profesionales puede hacer pensar en el neorrealismo italiano, mientras que su estilo anticipa en algunos aspectos los nuevos cines europeos con ese uso de cámara en mano y una dirección mucho más libre y desinhibida. Es una película que rebosa autenticidad por su estilo tan austero, y encanto por su historia tan sencilla y honesta.

El protagonista es Joey, un niño de siete años que es continuamente ignorado por su hermano mayor Lennie y sus amigos. Cuando la madre de los niños se ve obligada a dejarles solos durante dos días, Lennie y sus compañeros deciden hacer creer a Joey que ha matado a su hermano mayor accidentalmente con una escopeta. El inocente Joey entra en pánico y huye de casa con los dólares que les dejó su madre en su ausencia. Pero lejos de atormentarse por el suceso, el pequeño se va a Coney Island, donde gastará felizmente su dinero en las atracciones mientras su hermano mayor empieza a preocuparse por su ausencia.

Pequeño Fugitivo tiene el mérito de conseguir algo en lo que muchos otros films fracasaron, y es reflejar con fidelidad el mundo infantil. En parte porque, en su voluntad por hacer un retrato realista y sin dar mucha importancia al argumento, se evita la típica historia de pelea y reconciliación entre dos hermanos. Pero también porque la cámara consigue exitosamente seguir la odisea de Joey desde su punto de vista, de forma que llega un punto en que el mundo adulto se nos hace tan ajeno a nosotros como a él (con la excepción del entrañable hombre de la atracción de ponies con el que entabla una breve amistad).

 

Pese a la sencillez de su propuesta, el film no se dedica simplemente a reunir una serie de instantáneas anecdóticas sobre lo que le sucede a Joey, sino que esas escenas nos permiten conocer mejor su mentalidad y comportamiento. A lo largo de su día en Coney Island, Joey intentará conseguir una serie de propósitos y los espectadores seremos testigos de cómo, con su lógica infantil, primero atraviesa una fase de frustración y luego lucha hasta alcanzar su meta. Por ejemplo, la primera vez que participa en un puesto para derribar latas, Joey se sentirá decepcionado al ver que no consigue algo en apariencia tan fácil. Su primera reacción es de desconcierto, pero después decide practicar por su cuenta hasta que finalmente consigue derribar las latas. Más adelante, le sucederá lo mismo con la atracción de ponies, él desea montar en uno pero no tiene dinero. Después descubrirá que recogiendo botellas en la playa puede ganar unos centavos y bajo esa aplastante lógica se pasará toda la tarde recolectando botellas para subir una y otra vez a los ponies. No es un film que pretenda indagar en la psicología infantil, pero sí que logra mostrar la sencilla mentalidad del niño protagonista haciendo que saboreemos con él sus sencillos logros.

Una película entrañable pero sin caer en lo empalagoso, sencilla pero memorable.

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